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Vida de trabajo y vida contemplativa

Por: Graciela Franco Martínez

Profesora e investigadora en el área de Humanidades de la Universidad Tecnológica de Bolívar Licenciada en Filosofía y Letras, Magíster en Literatura. Sus áreas de interés se centran en Literatura y teoría literaria; Filosofía moral y política; Filosofía estética. gfranco@utb.edu.co.

Existen expresiones del habla cotidiana relacionadas con el tiempo que reflejan nuestra particular relación con la temporalidad: Me cogió el tiempo, matar el tiempo, darse un tiempo, se acabó el tiempo (como si fuera posible que dejara de haber tiempo), y la más interesante, el tiempo es oro. Esta última la corregía el escritor José Luis Sampedro: “el tiempo no es oro, el oro no vale nada, el tiempo es vida”. Y así, el tiempo de vida, es la vida misma.

Valdría la pena hacer un poco de arqueología de la expresión “el tiempo es oro”. Se le atribuye a Benjamin Franklin, uno de los fundadores de la nación estadounidense, y no es gratuito que haya resonado tanto en el mundo de la Revolución Industrial, justamente cuando el trabajo humano se empieza a medir en tiempo de trabajo y se remunera a los trabajadores a partir del tiempo que invierten trabajando en la fábrica. El tiempo de trabajo lleva la cuenta de la producción y en el voraz afán de aumentar la producción, el tiempo de los trabajadores escasea, quisiéramos tener más tiempo para producir más. Perder tiempo se entendió como perder oro. Desde que se instala el actual modelo de producción en el que a las personas se les paga por su tiempo de trabajo, nuestra relación con el tiempo cambia. Al “vender” tiempo para la producción, se reducen cada vez más los tiempos libres y los tiempos de ocio.

Actualmente, las tecnologías que permiten el trabajo remoto y lo que conocemos como trabajo freelance o trabajo en plataformas, aparentemente sin horario fijo y al ritmo de cada uno, al tiempo que presenta nuevas posibilidades para generar ingresos, conlleva el riesgo de que los trabajadores inviertan todo su tiempo -toda su vida- en el trabajo de la producción. Se podría ser empleado de una compañía en horario laboral y en la noche ofrecer su trabajo en línea, mientras está en su casa, convertido en una máquina de producir que ve, en medio del vertiginoso ritmo de trabajo, cómo se le va la vida intentando conseguir un poco de oro.

Para evitar esta instrumentalización del ser humano, convertido en una máquina autoexigida y permanentemente agotada, es necesario separar el tiempo de trabajo del tiempo de ocio, que es, además, diferente al tiempo libre y debe ser, como este, derecho de todo ser humano, en estos tiempos cuando la esclavitud no debería existir. Todos los seres humanos tenemos derecho al tiempo libre y, especialmente, tenemos derecho al tiempo de ocio.

En la antigüedad clásica greco-latina, por ejemplo, quienes no eran hombres libres estaban obligados al negocio, es decir, a la negación del ocio (nec-ocium, sin ocio). Quienes no tenían que ocuparse en producir los bienes para satisfacer sus necesidades, tenía derecho a la contemplación, que es la condición de posibilidad para reflexionar sobre la existencia humana, el sentido de la vida e imaginar los mundos posibles, que nos permitan futuros más humanos, más cordiales con nosotros mismos y con nuestra casa común.

Así, el ocio es constitutivo de la libertad del ser humano y esto cobra sentido al comprender que el tiempo de ocio es diferente al tiempo libre. El tiempo de ocio es el que propicia la contemplación, la conversación, la creatividad, la capacidad crítica y, por ende, nos hace seres humanos, sin limitarnos a ser sujetos de producción y consumo.

Mientras el tiempo libre se reserva para el descanso, la familia, los trámites o la atención en salud, el tiempo de ocio está destinado a la contemplación, al arte, al diálogo y el debate; es el tiempo de la formación, no de la capacitación que entrena para el trabajo, sino del estudio y la teoría, en su sentido original. La palabra teoría viene, según explica Jürgen Habermas, del Theorós, que era una especie de embajador de cada ciudad, que debía asistir como observador a las festividades de las otras ciudades griegas.  Las festividades tenían un carácter religioso, por tanto, la palabra teoría, en su origen, habla de aquel que contempla lo que está más allá de la animalidad de los seres humanos.

Las luchas históricas por la dignidad humana han intentado garantizar, al menos, la jornada de las ocho horas, que se conoció como 8-8-8, ocho horas para el trabajo, ocho para la formación y ocho para el descanso. Sin embargo, el patrón de acumulación actual demanda mayor aumento de la producción a través de la intensificación del trabajo, en consecuencia, el tiempo libre cada vez es menor por cuenta de la llamada “flexibilización” laboral y el tiempo de ocio casi nulo o diluido en el consumo narcótico de contenidos digitales, como espectadores pasivos de un mundo fantasmagórico. Allí no hay cabida para la contemplación formativa, esa que nos hace humanos porque custodia el derecho al ocio, el derecho a contemplar y a imaginar, en otras palabras, el derecho a ser libres.

Estamos ante la crisis del tiempo que Byung-Chul Han describe como una absolutización de la vida activa, que anula la vida contemplativa y conduce a un “imperativo del trabajo”, que degrada a la persona a un animal laborans. El filósofo coreano propone la necesaria revitalización de la vida contemplativa y asegura que “la crisis temporal sólo se superará en el momento en que la vida activa acoja de nuevo la vida contemplativa en su seno”. El reto es doble: por un lado, propiciar los espacios para el arte, la poesía, la música, los debates formativos, el estudio humanista, porque el derecho al ocio debe ser de todos los seres humanos; por otro lado, que se respeten de manera tajante, por el bien mismo de la humanidad, los tiempos y la libertad de los seres humanos.  

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